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Hijo de judíos portugueses, probablemente oriundos de España, Baruj Spinoza nació en Amsterdam (1632) y murió en La Haya (1677). Un hecho decidió su vida y su obra: su expulsión de la comunidad judía (1656). Su vida, porque le forzó a dejar el comercio familiar por el oficio de pulidor de lentes y el estudio. Su obra, porque su «Tratado teológico-político» (1670) es una valiente apología teórica de la libertad de expresión, tanto religiosa como política; y su «Ética» es uno de los esfuerzos más colosales por realizar una síntesis entre la filosofía clásica y la ciencia moderna. Esas dos obras han mantenido siempre viva su figura, aunque con matices muy diversos. Durante el siglo XVIII, Spinoza fue acusado de ateo por unos y leído con pasión no confesada por otros, como lo desvelaría, al fin, el célebre debate sobre el panteísmo (1785-1786). Fue en ese ambiente romántico donde, por influencia de Hegel -«o Spinoza o ninguna filosofía»-, el siglo XIX inició (1802-1803) la serie de ediciones y traducciones, estudios históricos y teóricos que aún hoy mantienen vigencia. Sobre la base de ese riquísimo material, el siglo XX analizó la obra y la doctrina spinozianas, en una labor incesante y de detalle que continúa hoy día.
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