"Cuando un escritor honesto se enfrenta a la muerte cercana, la del ser amado, la que más duele, no puede ignorarla. Sabe que debe enfrentarla o de otro modo sucumbirá. Debe apilar tantas palabras como sean necesarias para sellar esa tumba, y evitar de ese modo que el fantasma vuelva una y otra vez a buscarlo, a invadir sus grietas. Cada escritor sabe cuántas y cuáles, de qué grosor, qué tipo de cantera le proveerá las piedras adecuadas.
Puesto en el trance de la ausencia dolorosa, Sebastián Chilano resuelve cumplir el mandato implícito del oficio con el que coquetea mientras ejerce la medicina. Y elige hacerlo como un anatomista. Nos pone frente a las narices un preparado, un pedazo humano, un trozo de un cuerpo cadavérico, y comienza a levantar capas de tejido, escudriñando debajo con ojo profesional. Clava el bisturí, abre surcos, cambia de herramienta, pico y pala, penetra profundo, nos sumerge en las entrañas de la materia innombrable.
"La piel esconde todos los secretos que disfrazamos con la voz", se justifica. De este modo, el médico se inmola en la espesura misma de la materia de la vida, y va dejando atrás lo corpóreo, así aparecen el mar, la pecera, la ballena encallada, el abuelo que se ha suicidado con dos tiros, la hermana que no fue, el dolor, los cigarrillos y los esputos que amenazaron la continuidad paterna, el olor a formol del preparado de sus años de estudiante, el casino, la vejez, el miedo. ¿Quién podría emerger impune de semejante inmersión".